Desde la eternidad, nuestro diseño era perfecto. Fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, con su Espíritu en nuestro espíritu. Nuestra alma estaba llena de la luz de la vida, nuestro cuerpo era perfecto, sin ningún nivel de corrupción ni enfermedad. Todo en nosotros era uno, sin división, en integridad; de la misma forma en que Dios es uno, nosotros éramos uno con Él y en Él: una conexión perfecta había entre nosotros. Ese era el tiempo en el que vivíamos seguros, en plenitud… y el lugar era el huerto.

Sin embargo, hubo un día en el cual, a causa del pecado de un hombre, la humanidad experimentó el mayor trauma registrado en su ADN: LA DESCONEXIÓN DE DIOS. Fue una experiencia desesperante ya que Adán y Eva dejaron de tener acceso a la Luz verdadera y al oxígeno que les daba vida. Esa muerte por “asfixia” les cortó lo más valioso: LA POSIBILIDAD DE VOLVER A RESPIRAR LA VIDA DEL ESPÍRITU.

De allí en más, todo comenzó a quebrarse. Esa muerte nos marcó pues fue degradando al hombre, distorsionando las motivaciones del corazón que empezaron a inclinarse a la maldad, la cual fue nuestra herencia. 

Esa experiencia traumática caló en lo más profundo de nuestro ser, no solo corrompiendo el cuerpo, sino también dejando en los planos más profundos de nuestra alma una sensación de orfandad, desprotección y temor.

La desconexión del Padre produjo en nosotros crisis de identidad, trastornos de personalidad, problemas de visión y dirección en la vida y a consecuencia de ello, construimos ideales, creencias y filosofías que se convirtieron en ídolos, algo superior en que creer, un modelo a seguir. Obviamente, necesitábamos estar conectados a “algo”. El gran problema es que ese vacío, esa “desnudez” heredada dio lugar a la construcción de un modelo de vida que produce una falsa seguridad, un sistema de confort engañoso y que solo genera un aparente bienestar, algo tan efímero como lo es hoy la vida misma. Ese sistema de vida se llamó “mundo”.

Sin embargo, el amor del Padre no menguaba. El anhelaba darnos la posibilidad de volver a vivir en ese huerto que creó para nosotros. Ese era el lugar diseñado desde la eternidad para que anduviésemos en sus caminos, pues esa era la tierra en donde hallaríamos el mutuo deleite.

Fue por ese gran amor, ese eterno amor, que envió a Jesucristo. Fue por el sacrificio de su Hijo, por la sangre y el agua vertida de su costado en el Gólgota que tenemos la oportunidad de salir de este “mundo” para volver a experimentar la realidad del Reino de los Cielos. Fue la obra redentora de Jesús que nos volvió a conectar al corazón del Padre, a la fuente de vida, para transformar nuestro ser interior y alcanzar a mente del Hijo, usando el camino exclusivo de la fe.

Solo Cristo puede implantar en tu conyugazgo un huerto deleitoso. Solo el que es lavado por la sangre de Jesús puede traer la realidad del cielo a la tierra, porque Él es el único camino para transformarlo todo, cambiando los desiertos secos, áridos y ásperos que vivimos, en huertos fértiles, con grandes y deliciosos frutos…